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domingo, 16 de febrero de 2020

Crónicas de Madrid, Parte I "La Historia de Gregorio y Grete Samsa"

El Metro de Madrid es algo espectacular, limpio, ordenado, llega a todas partes, existe mucho urbanismo y la mayoría de la gente observa un grado bastante alto de civilidad.



Las personas se apartan de las puertas para dejar bajar a quienes vienen en los vagones (viene a mi mente la Estación Plaza Sucre en Caracas cada vez que el tren se retrasa), la gente no empuja tanto como me imaginaba y hasta tienen Bibliometro, si, así como leen, una biblioteca para los usuarios del Metro.

No es perfecto, a veces hay carteristas; de vez en cuando huele a mierda; se monta gente que pide dinero; otras veces hay una escaramuza verbal, pero casi nunca pasa a más, no son frecuentes las coñazas en el metro.

Mi hijo me advirtió el primer día que fuimos en Metro que debía subir las escaleras mecánicas y andar en las caminadoras por el lado derecho, pues del lado izquierdo transitaba la gente que estaba apurada y que si entorpecía el paso existía una norma social -no escrita- que autorizaba al (la) apurado (a) a apartarme de un empujón. Es precisamente este úlimo punto el que me llama poderosamente la atención.


Existen en el mundo subterráneo del Metro lo que he llamado los "runners" los hay de la tercera edad, adolescentes, embarazadas, infantes, negros, rojos, blancos, catires, cojos, altos, gordos y toda una variedad de seres que cuando cruzan la "Boca de Metro" -como le llaman aqui en Madrid- se transforman por completo, existe una metamorfosis instantánea, cualquier viejecilla con paraguas o bastón emprende la carrera apenas entra al Metro, todos los runners ponen cara de angustia y con los ojos saltones corren escaleras abajo o arriba, empujan a todo aquel que se atreva a circular por la izquierda o a interponerse entre su camino y el andén, gritan, jadean, dicen groserías, tumban bolsas y nunca miran atrás. Lo mejor de todo esto es que 3 minutos después cuando llego al andén los veo allí tranquilitos, calmados esperando el vagón del metro, sin esquizofrenia, sin vaivenes nerviosos, sin nada, sin más, como si estuvieran allí hace una hora, se montan tranquilos al vagón, pero cuando se abren las puertas comienza nuevamente la metamorfosis, estalla una conmoción similar a la que se produce al encender la luz en una cocina llena de cucarachas; esta vez no los vuelvo a ver, se pierden por la calle, al llegar a la acera se transmutan nuevamente dejando atrás la narrativa kafkiana.

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